Hoy
te vi. Llevabas esa camisa que me gustaba tanto y esos pantalones que te quedan
tan bien. El pelo acomodado como tanto te gusta y esa chaqueta con la que me
abrigabas las noches de frío. Sin embargo, he de admitir que al principio me
costó reconocerte. Tu sonrisa no tenía el mismo color y tu risa no tenía la
misma melodía. Yo ya no era dueña de tu mirada y tu piel ya no olía a mí. Y yo
que creía que ya no sentía nada por ti…
Mi
corazón habló por sí sólo: me alegraba verte feliz y que ella fuera partícipe
de tu felicidad. Me satisfizo que te rieras a carcajadas y que no hiciera falta
hablar para confesaros vuestro amor. Pero la noche siempre duele. Con el primer
rayo de luz, a veces, se disuelve la oscuridad; otras, en cambio, parece
incluso más intensa. Lo único que quiero es que seas feliz, te dije cuando
decidiste que tu cielo ya no lo llevasen mis hombros. Y sí, era cierto. No obstante,
entenderás que no quiera que otra persona sepa a qué saben tus besos, que no
sienta lo que es dormirse dentro de ti. Que tu mirada no se transluzca en un
salto al vacío cuando la ves aparecer. Entenderás que no quiera que ella
escuche los nerviosos latidos de tu corazón, confundido con el suyo, cuando la
estás amando. Comprenderás, amor, que no quiera que la lleves a las nubes para
ver como el mundo se rinde a vuestros pies. Comprenderás, vida, que siempre te
voy a querer.
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